Por Yanet Girón
Hace días cargo una rabia en el pecho.
La siento cada vez que veo a supuestos comunicadores convertir el micrófono en
un arma y la información en chantaje. La comunicación, por vocación, debe
servir a la verdad y a la gente. Pero lo que hoy vemos es otra cosa: morbo,
amenazas veladas y un afán de destruir bajo la excusa de “denunciar”.
Hay quienes ni siquiera tienen
formación, y viven del escándalo. Pero más grave aún son los profesionales que,
con título en mano, han cambiado los principios por el dinero fácil. Usan la
vida íntima de otros como moneda de cambio. Si la víctima no cede, intensifican
el ataque hasta romper su imagen pública.
Y aclaremos algo: la vida privada no es
de interés público si no causa daño social. La orientación, los gustos, lo
íntimo… no justifican escarnio ni chantaje. En un país donde la doble moral es
pan de cada día, el periodista no puede prestarse a ser verdugo de esa
hipocresía.
El deber del comunicador es fiscalizar
al poder, no hurgar en las sábanas ajenas. Es servir, no extorsionar. Se
comenta en pasillos que algunos cobran por callar o por atacar. Si esto es
cierto, estamos ante una traición profunda al oficio. Pero no todos son así:
aún hay colegas íntegros, comprometidos con la ética y la verdad. A ellos, mi
respeto.
La comunicación no es espectáculo de
miseria humana. Es compromiso con la dignidad. El que la prostituye, pierde el
derecho a llamarse comunicador.
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