Por Darwin Feliz Matos
Bajo la premisa de que “desde el poder se
gana como quiera y con quien sea”, muchos funcionarios y dirigentes han
emprendido una carrera anticipada con miras a convertirse en el candidato
oficialista para el próximo proceso electoral. Sin embargo, varios de estos
aspirantes no han renovado sus compromisos con las bases ni con la dirigencia
media del partido, y pretenden conquistar el favor popular únicamente con
promesas futuras.
Lejos de la empatía que exige el liderazgo
político, algunos han optado por ignorar las señales de alerta que emanan de un
electorado silente que, aunque no alza la voz, aguarda con paciencia “en la
bajadita” para pasar factura. Esta franja crítica del electorado no olvida el
esfuerzo, la lucha ni los sacrificios realizados durante los tiempos de
oposición.
Aunque algunos simpatizantes asisten a las
reuniones de estos aspirantes, muchos lo hacen movidos por la esperanza de que
se les resarza una deuda acumulada a lo largo de décadas. Una deuda que el
cambio de siglas partidarias no ha saldado, ya que el modelo de gobierno
actual, en muchos aspectos, repite los vicios de la vieja política.
Uno de los principales cuestionamientos
hacia varios funcionarios es su falta de accesibilidad y sensibilidad. Se han
convertido en figuras inaccesibles: no responden llamadas, ignoran mensajes y,
peor aún, repiten las mismas promesas que hacían desde la oposición: “cuando
lleguemos, cambiaré tu vida, tendrás tu casa, mejorarán tus ingresos y tu
futuro”. Promesas que hoy, con el poder en sus manos, aún no se han
materializado.
Muchos viven en una burbuja desconectada
de la realidad de las bases, creyendo que estas aún se rigen por el ingenuo
intercambio de “oro por espejitos”, sin comprender que el pueblo ha madurado
políticamente y ahora exige hechos concretos, no ilusiones recicladas.
Sería prudente que estos aspirantes
reconozcan y se acerquen a aquellos “compañeritos” que, durante años, se
entregaron de lleno a la causa partidaria. Hombres y mujeres que enfrentaron
estructuras fácticas para lograr un cambio político, sacrificando su
estabilidad económica, su salud y hasta su esperanza de una vida digna. Muchos
de ellos hoy viven en la frustración y la decepción, arrastrando enfermedades,
pobreza y un profundo sentimiento de abandono.
Ahora, tras cinco años de gestión, se les
pide que vuelvan a creer. Y lo hacen aferrados a la esperanza de un liderazgo
renovado que realmente los represente, no en aquellos que solo buscan perpetuar
un modelo de poder divorciado de las bases.
Peor aún, hay quienes, desde cargos
institucionales, presionan a sus colaboradores para que apoyen sus
aspiraciones, bajo la amenaza velada de degradación. Una práctica inadmisible
que socava la democracia interna y genera un clima de temor y desmotivación.
Todo esto ocurría ante la mirada
indiferente de autoridades institucionales que preferían evadir el conflicto
antes que corregir el rumbo. Se hacían los desentendidos frente a campañas a
destiempo, mientras la mayoría de los funcionarios descuidaban sus
responsabilidades para enfocarse de lleno en proyectos personales.
Por fortuna, el presidente Luis Abinader
atendió con seriedad esta situación y puso freno a esta distorsión política,
ordenando suspender la campaña prematura. El mandatario comprende que el éxito
de su gestión no depende únicamente de indicadores macroeconómicos o logros
institucionales, sino también de la confianza y el respaldo de esas bases que
lo llevaron al poder.
Es momento de reconocer que la
"zapata" del partido no puede seguir siendo ignorada. Solo renovando
los vínculos con la dirigencia media y con el pueblo se podrá construir un
futuro sostenible para el proyecto político oficialista.
El espejismo digital del poder: cuando las
redes sociales no garantizan liderazgo ni elección
En un contexto donde la imagen muchas
veces suplanta la acción, una peligrosa tendencia se ha hecho evidente entre
ciertos funcionarios del tren gubernamental, legislativo y, en mayor medida,
del ámbito municipal: la falsa creencia de que una presencia activa en redes
sociales equivale a liderazgo real, y que unos cuantos “likes” bastan para
asegurar la reelección.
Estos servidores públicos han confundido
popularidad digital con gestión efectiva. Subestiman el desgaste del poder,
ignoran el juicio crítico de las bases y menosprecian el peso de la realidad
comunitaria, que no se edita ni se filtra como una historia de Instagram. Tarde
o temprano deberán enfrentar el veredicto inapelable de una ciudadanía cada vez
más consciente y exigente, que no vota por tendencias, sino por resultados
palpables.
El liderazgo no se construye con hashtags;
se consolida con compromiso, cercanía y cumplimiento. Y quienes crean que el
algoritmo los mantendrá en el poder están condenados a estrellarse con una
verdad que no cabe en ningún feed: la legitimidad se gana en la calle, no en la
pantalla.
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