Por Miguel Ángel Cid Cid
Echar vainas se ha convertido en una pasión nacional. Pasión que se
expande como la peste que nos mantiene sometidos a ritmo de toque de queda,
fiestas clandestinas, permisos especiales, manos limpias y mascarillas
preventivas.
El “Punto de Juan Isidro”, un lugar ubicado en la zona metropolitana
de Santiago, es propicio para botar el golpe y que multiplica sus servicios en
cafetería, car-wash y bar. El sitio es diferente a ese que estás pensando,
lector. El de Juan Isidro es el punto para compartir con amigos o para hacer
amigos.
Ahí me pecho, de vez en cuando, con Máximo Laureano, el periodista
greñú que reporta para Acento.com desde Santiago y el Cibao.
A propósito, la greña de Laureano es una melena ochentosa, bien
cuidada y de color negro como el azabache. No como la mía, que los años fueron
degradandode tono amarillento a mechones gris como la ceniza. Ni como la del
padre Nino Ramos que es una greña sagrada, aunque cimarronamente rebelde. Ni
como la de Rafael Almánzar, que es una cabellera folklórica. Ni, sobre todo,
como la del periodista Rafael P. Rodríguez, guedeja filosófica y de tanta
hondura intelectual que le ha enmendado la plana al gran matemático y filósofo
francés René Descartes.
Pues el otro día estaba compartiendo con mi sobrino Luis Alberto Cid,
en el lugar citado. A dos cervezas frías de distancia, llegó Máximo Laureano
con un chispeante tema nuevo:
-- Al dominicano le encanta el echavainismo--, dijo. Echar vainas es
algo natural en nosotros.
Luis y yo colocamos las sillas en la talvia, justo al frente del
Punto, protegidos por dos vehículos estacionados equidistantes. El calor en la
tarde era abrazador. Mi sobrino se puso medio chivo:
-- Tío, dijo, ¿será que él cree que le estamos echando vainas?
-- Para nada--, respondí. Son los efectos del calor, que la greña
aumenta.
Entonces los dos greñudos comenzamos a desmenuzar las técnicas de lo
que Laureano llama “el echavainismo” radical.
Pero los argumentos de Laureano eran como un foete. Tan contundentes
que me vi forzado a filibustear al mejor estilo de aquel tiempo en que era un morado
acabado de graduar del Círculo de Estudio. Le tiraba una ráfaga discursiva y, cuando
Máximo iba a contestar, excúseme de nuevo, interrumpía.
El debate estaba en su mejor momento cuando nos percatamos de la hora.
El toque de queda se acercaba, aproximándose peligrosamente. Cada uno partió a sus
casas.
Desde entonces las manos me pican. En ocasiones, incluso hasta me
sudan cuando reviso las notas que tomé, loco por compartir un chin de la
conversación. Aquí va una muestra.
La policía detuvo a un médico, quien se desplazaba en su carro, en
pleno toque de queda. Resultó que el galeno estaba borracho. Todo él, salió de
su vehículo y mostró, con actitud de echar vainas, el permiso que le confiere
libertad de tránsito a cualquier hora.
– El toque de queda no es para mí--, escupió.
Un sargento, con esa cortesía, profesionalidad y respeto que hace gala
la Policía Nacional, le propinó una pescozada que lo privó de aliento y lo
empujó y subió al carro de la institución, a fin de que fuera a echarles vainas
a los cientos de reclusos preventivos hacinados en un cuartucho.
Y es que los que por su trabajo tienen un permiso, esperan a que
llegue la hora del “none” para salir. Si en el ir y venir alguien les advierte,
ese es el momento exacto de echarle vainas al intruso.
-- No te preocupes pana, yo tengo permiso, puedo salir a la hora que
me dé la gana--, dicen.
Igual pasa con aquellos echa vaineros cuando compran unos tenis.
Buscan ansiosos el momento para que los amigos sepan que están estrenando. Si
los ignoran, se sueltan los cordones, se sacan los tenis, zapatean, etc. Y si
todavía persisten en la indiferencia, gritan:
-- A mí no me gusta estrenar, porque los zapatos nuevos son muy
molestosos.Entonces los amigos se asombran:
– ¡Diablos! el tipo está pisando arañas--, gritan.
El cambio de celular resulta también un acontecimiento. Si el
Smartphone –esos teléfonos más inteligentes que el dueño-- es el último modelo
del mercado, no hay quien aguante las vainas del dominicano. Arman una
juntadera intensa. Van al drink, al colmadón, a la disco.
En el momento indicado comienzan los malabares para que los comensales
sepan que tienen una máquina nueva. Lo ponen en la mesa donde están las
bebidas–cuidado si me mojan el teléfono--, advierten a seguidas. La acción se
repite una y otra vez. Los chats son más frecuentes.
Pero si todavía no se percatan se llaman a ellos mismos y responden
como si del otro lado los estuvieran escuchando.
-- ¡Helouuu! --, responde uno de ellos, emocionado. Dímelo pana, dame
luz. ¡Qué! cómo va a ser esa vaina. ¡No! no puede ser, yo no he visto llamadas
tuyas hoy. Tú sabes que yo respondo y, si eres tú, con más razón todavía.
Ya consciente de que todos están pendientes:
-- ¿Sabes qué? mi pana--, dice. Es que cambié el teléfono por uno
súper moderno y es tan discreto que ni me doy cuenta cuando suena.
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