Por José Vicente Calderón
La República Dominicana vive una peligrosa
paradoja: en plena era de la transformación digital, donde cientos de jóvenes
han encontrado en las plataformas de streaming y redes sociales un espacio
legítimo para informar, entretener y crear negocios, también ha surgido una
plaga que amenaza la credibilidad del periodismo y la estabilidad
institucional.
Un grupo de autoproclamados
“comunicadores” ha convertido la difamación y la extorsión en un negocio
rentable.
Sin pruebas, sin rigor y sin
responsabilidad, señalan, acusan y chantajean a funcionarios, directores de
instituciones y figuras públicas.
Amparados en la debilidad de las leyes que
no penalizan con contundencia la injuria, utilizan la denuncia como arma y el
descrédito como moneda de cambio.
Los casos se multiplican. Uno de estos
personajes presume tener “400 videos de pruebas” contra autoridades, pero nunca
muestra un solo segundo de evidencia.
Otro, detenido recientemente y obligado a
portar grillete, se promociona como paladín anticorrupción, lo curioso es que
ciertas denuncias parecen tener más valor en efectivo que en justicia.
En un escenario donde la verdad debería
ser un fin, algunos la han convertido en simple utilería. Sus denuncias, que
aparentan ser gestos de valentía, terminan siendo monedas de cambio en un
mercado de intereses privados. Con maestría teatral, proclaman ética en voz
alta, mientras en silencio negocian el precio de su silencio. Al final, no
investigan para esclarecer, sino para cotizar.
Hay cabecillas con más de ocho demandas
abiertas en tribunales.
El daño no solo es contra las víctimas. Es
un golpe directo a los comunicadores serios que, con sacrificio, cumplen la
misión de informar con respeto y veracidad. Esta práctica enferma contamina la
opinión pública, genera desconfianza y crea un ambiente en el que cualquiera
puede ser destruido sin derecho a defensa.
Es hora de frenar este cáncer. Los
funcionarios deben dejar de alimentar a estos mercenarios con favores y
sobornos; la justicia debe actuar con firmeza antes de que la desesperación
empuje a que la gente tome la ley en sus manos.
La historia de México y Colombia muestra
lo que ocurre cuando el plomo sustituye a la palabra.
La República Dominicana aún está a tiempo.
Pero el reloj corre.
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