Por Rosa Escoto
Lo que muchos llaman “La casa de Alofoke”
se convirtió en un fenómeno mediático que, más allá de la curiosidad, sirvió
como una radiografía social del país. La masiva atención que generó evidencia
el nivel de discernimiento de gran parte de la población y el tipo de contenido
que consume la mayoría. No se trató solo de entretenimiento, sino de una
muestra clara de cómo el ocio digital puede convertirse en un fenómeno social
de grandes proporciones.
Este acontecimiento deja sobre la mesa una
reflexión urgente: ¿qué nos dice de nosotros mismos la manera en que
priorizamos el consumo de ciertos contenidos? En una sociedad marcada por
enormes desafíos en materia de educación, seguridad, violencia de género y
desigualdad, resulta llamativo que la atención colectiva se desvíe con tanta
facilidad hacia un espectáculo mediático. El fenómeno no puede verse solo como
una estrategia de entretenimiento, sino como un espejo de las carencias
culturales y educativas que aún persisten.
Al mismo tiempo, la experiencia puso en
evidencia la capacidad de convocatoria y la influencia que puede ejercer un
individuo o un grupo desde el espacio digital. Hoy fue en “La casa de Alofoke”,
pero mañana podría ser en otro escenario: político, social o comercial. Esa
fuerza de atracción debe llamarnos a reflexionar sobre el enorme poder que
concentran los creadores de contenido en la era de las redes sociales y cómo
pueden moldear percepciones, conductas y hasta decisiones colectivas.
En última instancia, fenómenos como este
deben ser vistos con doble mirada: por un lado, como manifestaciones de
creatividad, conexión y entretenimiento que forman parte del ecosistema
digital; por el otro, como un llamado de alerta sobre la necesidad de fomentar
pensamiento crítico, educación mediática y discernimiento ciudadano. Porque al
final, la sociedad no solo consume lo que le ofrecen: también evidencia con
ello quiénes somos y hacia dónde vamos.
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