Por Miguel Ángel Cid Cid
Israel es el pueblo elegido de Dios. El dicho se
repite en historias infantiles, en ensayos religiosos y en la Santa Biblia
desde hace miles de años. Pero a la vez, lo castigó por desobedecer su palabra.
Yahvé, como también llaman Dios, quería un pueblo
diferente a los demás. Un pueblo santo. Pero Israel se empecinó en parecerse a
los reinos cercanos.
Por lo anterior, Israel anduvo errante por el mundo
sin un lugar donde asentar su cabeza.
Pero los israelitas han tomado muy en serio lo de la
herencia que Jehová ofreció a Abraham. Te doy por heredad —dijo— toda la tierra
más allá del alcance de tus ojos, más allá del horizonte. Tu descendencia será
como los granos de la arena del mar que nadie puede contarlos.
Pero, cómo Dios cometió un error tan infantil. Le
entregó toda la tierra sin ningún papelito que diera fe de su propiedad. Sin
título.
Abraham era un hombre de fe inquebrantable. Por eso,
ni tan siquiera preguntó por los papeles legales. Tan temeroso del altísimo era
el patriarca que cuando se percató del error se resistió a requerir la
titulación.
Para este hombre de fe era preferible morir antes
que insinuar que el todopoderoso se equivocó.
Pero resulta y viene a ser que en esas tierras vivían
otras personas que habían fundado poblaciones. Las tenían por propiedad.
Abraham se hizo el loco, a nadie le reclamó lo que a
él le correspondía por mandato divino. O sea, hizo de cuenta que no le
interesaba tener tanta tierra. No obstante, les contaba una y otra vez a sus
hijos como fue que Dios, —en persona— le entregó la herencia.
El tiempo pasó inexorable, Abraham envejeció, luego
murió.
Se conoce de sobra que desde que el hombre comenzó a
cercar la tierra con alambres de púa, los familiares terminan peleándose por la
herencia. Los hijos de Abraham no son la excepción.
Se desprende de ahí que los dos únicos descendientes
de Abraham se fueran en broncas muy feas. Tanto Ismael como Isaac querían las
mejores parcelas.
Ismael le enrostraba a su hermano que él era el
primogénito. Es decir, que nació primero. Isaac, en cambio, acusaba a Ismael de
ser un hijo bastardo, y por eso —le decía— te echaron de la casa. Eres hijo de
una esclava.
Entonces pasó lo que se divisaba a leguas. Los dos
hermanos cogieron la fe de su padre, la echaron en sus respectivos sacos de
jeniquén y la pusieron sobre sus lomos. Con la fe al hombro salieron aldea por
aldea a reclamar lo que le pertenecía por herencia divina.
El lio se armó cuando los dos hermanos llegaban a
una comunidad a desalojar compulsivamente a sus inquilinos. Los pobladores les
respondían:
— No señor, nosotros vivimos aquí desde hace añales,
es más, nuestros padres nacieron en estas tierras. Y nosotros también.
Cuando les preguntaban a Ismael o a Isaac —¿Y dónde está
el título que los acredita como dueños de estas tierras?
— No, que eso se lo dio Dios a nuestro padre
Abraham. Y el viejo nos dijo que él [Dios] es dueño de todo lo que hay en el
mundo. Él no necesita ninguna prueba de papeles, respondían.
Y así anduvo Israel durante miles de años, antes de
ser esclavos en Egipto. Se pasaron más de cuarenta años errantes en el desierto
de Sinaí, en Oriente Próximo, perteneciente a Egipto.
Después de la Segunda Guerra Mundial fue cuando
mejor les fue. Inglaterra y Estados Unidos instalaron la nación de Israel en
las tierras donde hoy se encuentra.
Es por ello que las dos grandes potencias guardan
silencio frente a los crímenes cometidos por Israel históricamente. Recuerde la
masacre de Sabra y Shatila. O, mejor observe la mudez frente al genocidio con
Hamas en el Líbano, Franja de Gaza.
Siguen reclamando tierra sin tener títulos de
propiedad.
Pero aceptar la dadiva de los gringos y los ingleses
es una ofensa más al mandato de Dios. Estados Unidos es el heredero de la Gran
Roma, es, —según la teología— la bestia del Apocalipsis.
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