Por Miguel Ángel Cid Cid
Las señoronas se creían santas. Eran asiduas a las
misas de los domingos por la mañana. Se creían, además, con derechos a regañar
a todo aquel que actuara diferente a sus creencias. Por eso se cebaban con
Arcadio el profeta.
Cuando lo veían predicando en las calles le
gritaban:
— Ese viejo
predicador es un impostor, un falso pastor, es un vagabundo.
Pero nunca se vieron las vigas de sus ojos.
La canción Balada del Vagabundo cuenta que una niña
fue al parque a jugar, mientras jugaba observó a un hombre que seguía su juego
paso a paso. La pequeña se le acercó, le preguntó: ¿Quién es usted? Un
vagabundo, respondió el hombre.
El tiempo de ocio terminó, la niña volvió a la casa
intrigada por la respuesta del hombre. No aguantó la curiosidad, al día siguiente
la chiquilla interrogó a su padre.
— papá,
¿qué cosa es un vagabundo? El padre contestó:
— Un
vagabundo es un hombre que va siempre / De un lado al otro caminando por el
mundo / Sin ambición, sin ansia ni esperanza, / Y no merece amor, ni confianza…
Andrea Lagunés es autor de La Balada del Vagabundo, popularizada
por José Guardiola y su hija Rosa Mary.
Pero el caso que nos ocupa es Arcadio el profeta,
para hablar de él —acusado de ser vagabundo— acojo lo escrito por Antonio Jerez
de la Elisa, dice:
— Un
vagabundo es un hombre que anda siempre de un sitio para otro, buscando las
tierras bondadosas que le den templanza y cobijo.
Arcadio nunca escondió su pasado lujurioso. Siempre
resaltó que él era un ejemplo vivo de las maravillas que puede hacer Dios con
los pecadores.
Él repetía sin cesar —Quién era yo, quién era yo, quién era yo.
Acto seguido se respondía:
— Yo era un
pecador, un hombre malo, pero Dios me tocó para salvarme del pecado. Soy su
ciervo. Y si tú te entregas a él, te dará vida eterna, ¡aleluya!
Contrario a los predicadores de hoy, Arcadio fue un
evangelista enchapado a la antigua. Pero no a cualquier antigüedad, él imitaba a
los predicadores del cristianismo original. En el cumplimiento su misión nunca
obró para amasar fortuna —como acontece con pastores y prelados.
El profeta, en su devenir solo recaudaba para vivir
el día a día. Una vida signada por la precariedad. La estrechez era visible
hasta en sus indumentarias, usaba las necesarias para la parafernalia propia de
la ritualidad del culto arcadiano.
Arcadio vestía camisa mangas largas con dos
bolsillos tipo safari, un pantalón al estilo marinero, ambos en dril de blanco
impecable. Similar blancura reflejaba en las sandalias y el bolso terciado al
hombro con un tirador cruzado sobre el pecho. En la cartera guardaba la biblia.
Él parecía resucitado de entre las nieves. Las barbas y el color de su piel le
hacían contraste.
No obstante, para Arcadio las barbas eran sinónimo
de santidad, cuánto más mutaban al blanco, más se acercaba el santo a su Dios.
El culto arcadiano, igual que los cultos liborista y
cristiano, creó su propio discipulado. En su mejor momento alcanzó a tener
varios predicadores que se dividían en el territorio de Santiago de los
Caballeros. Así andaban de plaza en plaza con su apostolado.
La meta consistía en emular a los doce discípulos de
Jesús de Nazaret. La congregación arcadiana —como la cristiana y el liborista—
carecía de templos rimbombantes. Arcadio asumía literalmente la concepción del
nazareno: en Mateo 18:20 dice:
— Donde quiera
que haya dos o tres reunidos en mi nombre, ahí estaré yo.
Se dice que todavía le sobrevive uno de sus
discípulos en la comunidad de Nibaje, Santiago. Pero Arcadio era nativo del
barrio La Joya.
Los transeúntes y los visitantes de los parques rodeaban
a Arcadio cuando pregonaba sus sermones. Unos se acercaban para escuchar su
predica, otros para burlarse. Pero Arcadio trataba a todos por igual. Era
asiduo en los parques Duarte, Fernando Valerio y Colón
de la ciudad Corazón.
Hace poco escuché un desconocido hablar de Arcadio,
valoraba sus cualidades:
— Vivía
dedicado al evangelio, como si fuera un profeta del cristianismo original. Arcadio
era igual que El Quijote. Se le tostó el cerebro.
Pero la diferencia entre El Quijote y Arcadio era,
por un lado, que al Quijote se le tostó el cerebro porque se fue en vicio
leyendo sin comer novelas de caballería. Por el otro lado, al profeta Arcadio,
falto de cuchara y muerto de hambre, le dio con leer la biblia noche y día.
Sin importar lo que dijeran las santurronas, Arcadio
era un vagabundo entregado a la divinidad. Un vagabundo que buscó siempre
—desde su arrepentimiento— la tierra prometida, la que produce leche y miel.
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