Por Miguel Ángel Cid Cid
Mimí se
propuso venderme la tierra de Don Pedro donde está mi casa.
--Oiga bien
don Miguel--, fue lo primero que me dijo. Yo soy un hombre de palabra. Vea, por
ese precio usted no va a encontrar una tierra mejor que ésta, en Don Pedro ni
en ninguna otra parte. Júrelo que es así.
¿Y usted no
puede ponerme un precio más bajo?
-- Imposible, don
Miguel. Ese precio se lo puse yo bajado, sentado en ese tronco comiéndome una
batea de mango.
Esa tierra es
una bendición. Se puede cosechar de todo. Es tan fértil que lo que se siembre
en ella se da mejor que en cualquier otro sitio.
En enero de
este año (2004), por ejemplo, recogí unas habichuelas que yo quisiera que usted
hubiera visto eso. Los granos eran grandotes y rojitos. Eso fue una parición
tan grande que daba miedo. Y eso que solamente sembré media tarea.
Imagínese, don
Miguel, mi mujer y yo comenzamos a desgranar las vaquetas y duramos días en
eso. Cuando abrimos las últimas vainas, los granos que sacamos el primer día ya
estaban repollados.
Yo sé que
usted es un hombre que le gusta la política.
Sobre eso le
confieso algo. Yo soy tan reformista que ni siquiera Balaguer podría decir que
es más fiel que yo al colora’o. Pero uno de mis hermanos es del partido blanco.
Óigame bien, para que sepas que soy un hombre que se respeta. Si mi hermano se
cambia para el reformista, ahí mismo termina mi simpatía colorá.
No es verdad
que voy a estar junto con un blanco. El colora’o y el blanco no pegan.
La versión de
los vecinos
Le compré la
tierra a Mimí. Poco tiempo después construí la casa que, aunque todavía
inconclusa, vivo en ella. En el transcurso del tiempo fui conociendo gente del
vecindario y en esa misma medida todos me contaban historias de Mimí.
Fíjese Miguel,
me dijeron los vecinos. Cuando era joven, aunque casado, Mimí tenía una amante.
En ese entonces era raro que los hombres del campo usaran preservativos. Por el
descuido, la amante quedó embarazada.
Dos semanas
después del embarazo la mujer se acercó a Mimí. Le confesó que iba a tener un
hijo de él. Pero él se negó.
-- Esa barriga
no es mía--, dijo.
Nueve meses
después la mujer paría una niña. Como era una mujer pobre, pidió a Mimi que se
hiciera cargo de mantener su hija. Él volvió a negarse.
-- Esa
muchacha no es mi hija –, era su mantra.
La insistencia
en negar la paternidad obligó a la madre a demandar a Mimi por manutención de
menores. La jueza lo citó a comparecer ante el tribunal. Pero igual, él siguió
negado.
La testarudez
de Mimí y la clemencia de la madre de la niña calaron en la convicción de la
jueza. Al final lo condenaron a pagar una pensión mensual para el mantenimiento
de la niña durante dieciocho años.
--¿El acusado
tiene algo que decir? --, preguntó la magistrada.
Entonces Mimí,
resuelto, preguntó:
--¿Magistrada,
usted puede decirme cuánto es el total que tengo que pagar durante los
dieciocho años?
La jueza hizo
el cálculo tal y como se lo solicitó el condenado. Multiplicó el monto de la
pensión mensual por doce y luego multiplicó el resultado por dieciocho. De inmediato
le dio la respuesta a Mimí. Pero él volvió a preguntar.
--¿Magistrada,
perdone la molestia, pero yo puedo pagar el total por adelantado?
-- Eso es una
decisión que depende de usted --, respondió la jueza.
Mimí se metió
la mano en el bolsillo delantero del pantalón. Sacó una manilla de papeletas,
comenzó a contar hasta completar el total del pago de la pensión por dieciocho
años. Le entregó el dinero a la jueza para que, a su vez, se lo diera a la madre
de la niña.
Mimí murió
hace más de cuatro años. Vivió convencido que la niña – ahora adulta--, no
heredaría nada de sus propiedades. Pensaba que al pagar la pensión quedó desheredada.
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