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martes, 19 de agosto de 2025

Colombia y la herida abierta de sus líderes caídos


Por Roberto Fulcar

 

Colombia ocupa, en el mapa de la violencia política latinoamericana, un lugar que nadie desearía: el de la nación que más candidatos presidenciales ha visto caer asesinados. No se trata solo de cifras, sino de un rastro de ausencias que han marcado generaciones, truncado proyectos de país y sembrado un miedo persistente en el alma colectiva.

 

Esa tierra admirable, Colombia, rica en recursos naturales, con una belleza geográfica deslumbrante y una cultura diversa que vibra en cada región. Su música, su literatura, su gastronomía y la calidez humana le tributan un potencial inmenso. Sin embargo, tanta riqueza y talento conviven con una severa fractura sociopolítica.

 

Este mismo año he estado dos veces en suelo colombiano, en labores profesionales. En ambas estadías, aunque breves, pude constatar esa polarización política latente, cual pastel de dos mitades separadas. Cada tema, cada idea y cada hecho se convierten en bandera de un ala y blanco de la otra, como una herencia cultivada que, con demasiada frecuencia, se lleva por delante la vida de líderes y candidatos presidenciales. Apena que esta gran nación, con tanto por dar al mundo, siga pagando un precio tan alto en sangre por sus diferencias.

 

Ocho hombres que aspiraban a la primera magistratura, asesinados en distintos momentos de la historia, desde 1914 hasta 2025. Entre ellos figuran liberales reformistas, progresistas, líderes de izquierda, nacionalistas y conservadores. Ninguna ideología ha escapado a esta tragedia, lo que revela que la violencia no ha sido patrimonio de un solo enemigo, sino producto de múltiples fuerzas actuando: narcotráfico, paramilitarismo, guerrilla, intereses económicos y corrupción política.El primero fue el abogado, militar y político Rafael Uribe Uribe, liberal reformista, ultimado a machetazos en Bogotá en 1914. Su muerte encendió una alerta temprana sobre la fragilidad de la vida política. Décadas después, el 9 de abril de 1948, el carismático Jorge Eliécer Gaitán, también liberal, fue abatido en pleno centro de la capital. Su asesinato desató una serie de disturbios y actos de violencia masiva en la capital colombiana, conocida como El Bogotazo y dio inicio a más de una década marcada por la lucha sangrienta entre liberales y conservadores.

 

Tras un relativo silencio, la década de 1980 volvió a teñirse de sangre. El 11 de octubre de 1987, Jaime Pardo Leal, candidato de la Unión Patriótica, cayó abatido en La Mesa, Cundinamarca, víctima de una campaña sistemática contra su partido. Dos años después, el 18 de agosto de 1989, el país quedó paralizado con el asesinato de Luis Carlos Galán, líder del Nuevo Liberalismo, símbolo de la lucha contra el narcotráfico y quien encabezaba las encuestas presidenciales.

 

En 1990, en menos de cinco semanas, dos nuevos crímenes sacudieron a Colombia: el 22 de marzo, Bernardo Jaramillo Ossa, también de la Unión Patriótica, fue asesinado en el aeropuerto El Dorado; y el 26 de abril, Carlos Pizarro Leongómez, excomandante del M-19 y candidato de la Alianza Democrática M-19, fue abatido en un avión comercial, pese a haberse desmovilizado y firmado la paz.

 

El 2 de noviembre de 1995, cayó Álvaro Gómez Hurtado, conservador, intelectual y diplomático. Su muerte fue atribuida décadas después por la Jurisdicción Especial para la Paz, a las FARC. Miguel Uribe Turbay, senador y precandidato presidencial por el Centro Democrático, el último nombre de esta lista, fue herido en un mitin el 7 de junio de este año (2025) por un sicario adolescente, muriendo tras 65 días de agonía, el 11 de agosto.

 

Cada asesinato no solo truncó una campaña; interrumpió visiones de país, rompió alianzas y reconfiguró la política. Las calles, plazas y aeropuertos que fueron escenarios de esos crímenes se convirtieron en símbolos de dolor, y los nombres de las víctimas en emblemas de causas inconclusas; por eso, recordarlos no es un simple acto de nostalgia, sino un compromiso con la vida e insistencia en la aspiración de ver a ese gran país hermano convertirse en uno donde el ejercicio de la política no sea una sentencia de muerte.

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