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lunes, 23 de marzo de 2020

El triunfo de la igualdad



Por Faustino Collado

No se sabe con exactitud dónde y cuándo nació. Probablemente cuando las aguas de los océanos se nivelaron y todos en la tierra respiraron el mismo aire. En algún lugar, quizá en Grecia, donde se nombró todo, le llamaron igualdad. Ya desde esos lejanos inicios un filósofo, cuyas ideas dominaron todo el occidente, como si fuera un sofista trastornó el término diciendo que igualdad era tratar igual a todos los iguales y desigual a los desiguales.

Un poco más tarde, un revolucionario de Galilea enderezó un poco la cuestión, desafiando a tirar la primera piedra e igualó a todos en el pecado. Desde entonces, la igualdad viajó errante, escabulléndose, escondiéndose y siendo perseguida; felizmente, luego de tantos sacrificios, se encontró con el siglo de las luces y logró exhibirse en las calles y llegar a los salones de altas cortinas. Allí se le hizo fiesta hasta la embriaguez, con la suerte de encontrar a dos hermanas perdidas, a las que sus padres habían bautizado con los nombres de libertad y fraternidad.

Muchos creyeron en ella, ahora con sus finos vestidos, y le hicieron reconocimientos, altares, estatuas y ofrendas; la colocaron en salas, hogares, oficinas, códigos y poemas. La embriaguez, sin embargo, pasó al poco tiempo, y los que nombraban en parroquias, oficinas, tribunales, cuarteles y congresos, sentenciaron que la tal igualdad solo era ante la ley, es decir, en el papel.

Pasaron los años y un señor con una mano invisible, apodado capital, formó un gran triangulo universal, con un enano amarillo en el vértice izquierdo, un negro en el vértice derecho, muchas mujeres y niños en el centro, con un gigante blanco en el vértice superior que atemorizaba a todos, desterrando a la igualdad. En tales circunstancias la igualdad huyó a los confines, enterándose con el tiempo que en todas las aldeas globales le habían puesto, sin consultarle, un apellido de doña,  y ahora le llamaban igualdad de oportunidades. Se llenó de indignación, viendo cómo en siglos la habían vuelto bastarda, y se puso a recordar aquellas catástrofes en que sus detractores habían tenido que humillarse ante sus semejantes, aunque sin aprender la lección, y pensó que aún había  esperanza.

Recordó cuántas veces, durante 1500 años, unas pequeñas pulgas, mensajeras de roedores, habían puesto de rodillas a ricos y encumbrados, que entregaban sus títulos y riquezas con tal de ser perdonados y de recibir el milagro de que el pequeño animalito no le transmitiera la “peste burlónica”. Lloró recordando cómo murieron decenas de millones de personas en el siglo de la ciencia, buscando paz, pan y a ella misma, donde “todo el poder para las masas” de nuevo se había triangulizado.

Luego de trajinar en el lejano oriente en largas marchas, murallas, escalpadas montañas, terrazas y trincheras, quiso salir de la soledad acercándose a unos arrozales, allí se sentó de incógnito junto  a un grupo de personas que esperaban el otoño. Puso atención al diálogo de los arroceros y escuchó una historia conmovedora. Hubo una época en que apareció  un pequeño cuerpo, totalmente invisible, al que denominaron virus, el cual, a pesar de no respirar caminaba más rápido que todos los vivos. Este virus entraba en los cuerpos sin ser percibido, pasando de un humano a otro escondido en abrazos y palabras. Tan pronto se asentaba en el interior empezaba a envenenar todos los órganos, algunos de los cuales morían a los pocos días. Más rápido que las pulgas que viajaron en barcos, el virus viajó  en aviones y platillos voladores, y en pocos días todo el planeta fue contaminado con virulencia.

Millones se contagiaron, tantos que no podían ser colocados en hospitales y sanatorios. Todos los gobiernos pusieron en cuarentena a sus súbditos. El gobierno global, que se había formado hacía un siglo, se resistió a su aislamiento, pero al final sucumbió, porque al virus fue coronado y se hizo rey entre todos los reyes. Cerraron las escuelas, los centros de diversión, plazas, estadios, la producción se fue extinguiendo y nadie más volvió a andar por las calles. Los alimentos fueron escaseando y por fin los obesos equilibraron su peso. El dinero fue perdiendo importancia al existir muy pocas cosas que comprar e invertir, con ello la ambición fue desapareciendo; surgieron de nuevo términos arcaicos como cabos, trocitos, rabizas, boso, colilla, y el chin se hizo universal; los ambientalistas comunicaron su satisfacción por el rehúso; en las casas todos llegaron a comer sin prisa, a hacer las mismas tareas y a cambiarse varias veces al día, combinando todos los colores; se llegó  a experimentar lo que nunca antes la humanidad había sentido, que fue la igualdad del tiempo: se eliminó la diferencia entre los días, el lunes se igualó al sábado y el cuerpo ya no supo cuándo era viernes y cuándo jueves, desapareciendo el lunes cimarrón.

Todos estuvieron  a la espera de la cura que nunca llegó, por lo que cada cuerpo produjo la suya, así no hubo mercado ni tráfico. De tanto dormir los sueños se acumularon y las utopías florecieron.  En unos cuantos meses la humanidad alcanzó lo que no había logrado en miles de años: el triunfo de la igualdad. Esta, tan pronto escuchó lo que había sucedido se despidió de los arrozales y se fue corriendo a buscar a su hermana libertad y a su otra hermana, ahora llamada solidaridad, juntas celebraron con toda la humanidad, confiadas en que ya no se separarían durante el próximo milenio.


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