Por Faustino Collado
No se sabe con exactitud dónde y cuándo nació. Probablemente cuando las
aguas de los océanos se nivelaron y todos en la tierra respiraron el mismo
aire. En algún lugar, quizá en Grecia, donde se nombró todo, le llamaron
igualdad. Ya desde esos lejanos inicios un filósofo, cuyas ideas dominaron todo
el occidente, como si fuera un sofista trastornó el término diciendo que igualdad
era tratar igual a todos los iguales y desigual a los desiguales.
Un poco más tarde, un revolucionario de Galilea enderezó un poco la
cuestión, desafiando a tirar la primera piedra e igualó a todos en el pecado.
Desde entonces, la igualdad viajó errante, escabulléndose, escondiéndose y
siendo perseguida; felizmente, luego de tantos sacrificios, se encontró con el
siglo de las luces y logró exhibirse en las calles y llegar a los salones de
altas cortinas. Allí se le hizo fiesta hasta la embriaguez, con la suerte de
encontrar a dos hermanas perdidas, a las que sus padres habían bautizado con
los nombres de libertad y fraternidad.
Muchos creyeron en ella, ahora con sus finos vestidos, y le hicieron
reconocimientos, altares, estatuas y ofrendas; la colocaron en salas, hogares,
oficinas, códigos y poemas. La embriaguez, sin embargo, pasó al poco tiempo, y
los que nombraban en parroquias, oficinas, tribunales, cuarteles y congresos,
sentenciaron que la tal igualdad solo era ante la ley, es decir, en el papel.
Pasaron los años y un señor con una mano invisible, apodado capital, formó
un gran triangulo universal, con un enano amarillo en el vértice izquierdo, un
negro en el vértice derecho, muchas mujeres y niños en el centro, con un
gigante blanco en el vértice superior que atemorizaba a todos, desterrando a la
igualdad. En tales circunstancias la igualdad huyó a los confines, enterándose
con el tiempo que en todas las aldeas globales le habían puesto, sin
consultarle, un apellido de doña, y ahora le llamaban igualdad de
oportunidades. Se llenó de indignación, viendo cómo en siglos la habían vuelto
bastarda, y se puso a recordar aquellas catástrofes en que sus detractores
habían tenido que humillarse ante sus semejantes, aunque sin aprender la
lección, y pensó que aún había esperanza.
Recordó cuántas veces, durante 1500 años, unas pequeñas pulgas, mensajeras
de roedores, habían puesto de rodillas a ricos y encumbrados, que entregaban
sus títulos y riquezas con tal de ser perdonados y de recibir el milagro de que
el pequeño animalito no le transmitiera la “peste burlónica”. Lloró recordando
cómo murieron decenas de millones de personas en el siglo de la ciencia,
buscando paz, pan y a ella misma, donde “todo el poder para las masas” de nuevo
se había triangulizado.
Luego de trajinar en el lejano oriente en largas marchas, murallas,
escalpadas montañas, terrazas y trincheras, quiso salir de la soledad
acercándose a unos arrozales, allí se sentó de incógnito junto a un grupo
de personas que esperaban el otoño. Puso atención al diálogo de los arroceros y
escuchó una historia conmovedora. Hubo una época en que apareció un
pequeño cuerpo, totalmente invisible, al que denominaron virus, el cual, a
pesar de no respirar caminaba más rápido que todos los vivos. Este virus
entraba en los cuerpos sin ser percibido, pasando de un humano a otro escondido
en abrazos y palabras. Tan pronto se asentaba en el interior empezaba a
envenenar todos los órganos, algunos de los cuales morían a los pocos días. Más
rápido que las pulgas que viajaron en barcos, el virus viajó en aviones y
platillos voladores, y en pocos días todo el planeta fue contaminado con
virulencia.
Millones se contagiaron, tantos que no podían ser colocados en hospitales y
sanatorios. Todos los gobiernos pusieron en cuarentena a sus súbditos. El
gobierno global, que se había formado hacía un siglo, se resistió a su
aislamiento, pero al final sucumbió, porque al virus fue coronado y se hizo rey
entre todos los reyes. Cerraron las escuelas, los centros de diversión, plazas,
estadios, la producción se fue extinguiendo y nadie más volvió a andar por las
calles. Los alimentos fueron escaseando y por fin los obesos equilibraron su
peso. El dinero fue perdiendo importancia al existir muy pocas cosas que
comprar e invertir, con ello la ambición fue desapareciendo; surgieron de nuevo
términos arcaicos como cabos, trocitos, rabizas, boso, colilla, y el chin se
hizo universal; los ambientalistas comunicaron su satisfacción por el rehúso;
en las casas todos llegaron a comer sin prisa, a hacer las mismas tareas y a
cambiarse varias veces al día, combinando todos los colores; se llegó a
experimentar lo que nunca antes la humanidad había sentido, que fue la igualdad
del tiempo: se eliminó la diferencia entre los días, el lunes se igualó al
sábado y el cuerpo ya no supo cuándo era viernes y cuándo jueves,
desapareciendo el lunes cimarrón.
Todos estuvieron a la espera de la cura que nunca llegó, por lo que
cada cuerpo produjo la suya, así no hubo mercado ni tráfico. De tanto dormir los
sueños se acumularon y las utopías florecieron. En unos cuantos meses la
humanidad alcanzó lo que no había logrado en miles de años: el triunfo de la
igualdad. Esta, tan pronto escuchó lo que había sucedido se despidió de los
arrozales y se fue corriendo a buscar a su hermana libertad y a su otra
hermana, ahora llamada solidaridad, juntas celebraron con toda la humanidad,
confiadas en que ya no se separarían durante el próximo milenio.
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