Por Sergio Reyes II
I.- Un coro de ánimas tristes.
El sonido proyectado en la distancia
dejaba latente la vaga impresión de ser causado por un concierto de gatos
maullando a la intemperie, en la nocturna soledad de la monótona población.
Aguzando más el oído podía percibirse con nitidez algo así como un quejido, un
lamento doloroso, proveniente quizás de la propia esencia monumental de la
histórica ciudad. Algo que estaba impregnado en las sólidas y vetustas paredes
de las casonas, iglesias y fortalezas, que aún se erguían imponentes, como
recuerdo imperecedero de la villa de los Colones y del Comendador Ovando, que
viajaba en el espacio, acompañando las metálicas notas orquestadas en los altos
campanarios erigidos por la devoción cristiana.
No obstante, algún incrédulo y acucioso
chiquillo, más dado a divulgar historias y leyendas que a respetar fielmente
los mandamientos y las oraciones, hubo de dedicar algunas de las horas perdidas
de sueño, para profundizar un poco más en la naturaleza real de los enigmáticos
y sospechosos sonidos, habida cuenta de que no daba crédito a las vagas e
imprecisas justificaciones que sobre los mismos recibía de sus mayores.
Definitivamente, mas que maullidos,
aquellos parecían ser quejido: no de gatos sino de humanos.
Plañideras de niños, asustados y
horrorizados!
Cada noche repetíase tan macabro concierto
y poco a poco fueron atándose los cabos hasta que la verdad total fue conocida
y se hizo pública.
Esa dramática y horrenda verdad, padecida
en carne propia por aquellos que vivieron en la amurallada ciudad en la década
de los treinta y años posteriores, es la que presentamos a continuación.
II.- La tragedia.
Corría el año 1930. Menos de 20 días
habían transcurrido desde la toma de posesión de un gobierno que habría de
dirigir los destinos de la Republica durante más de tres décadas en la mas
oprobiosa y sangrienta tiranía que recuerde la historia dominicana.
La ciudad capital había amanecido nublada
aquel 3 de septiembre. La temporada ciclónica estaba en marcha y todo hacia
suponer que se acercaba algún fenómeno meteorológico de esos a que ya estaba
habituada la población. A medida que la hora avanzaba, la ciudad recibió con
escepticismo la confirmada noticia de que se acercaba un meteoro de
incalculable capacidad destructora. Los mas cautos se pusieron a buen recaudo,
pero la mayoría se dedicó a rastrear con la vista desde el malecón el
desenfreno de las olas en el embravecido Mar Caribe, haciendo caso omiso al
aullar de las sirenas que prevenían contra la desgracia.
Pasado el mediodía, la furia incontenible
de los vientos se descargó sobre la aneja ciudad, provocando en apenas segundos
la destrucción casi total de las populosas barriadas constituidas en su mayoría
por humildes casuchas construidas de madera y zinc. Los viejos edificios
coloniales resistieron con hidalguía el embate de los vientos, pero no podría
decirse lo mismo del desastroso efecto causado por los torrenciales aguaceros
que sobrevinieron al ciclón.
Un espectáculo dantesco se ofrecía a la
vista de aquel que tuviese valor para internarse en lo profundo de la
hecatombe, entre escombros, lamentos, muerte y desolación.
A tal extremo llegó el apocalipsis que
familias completas fueron arrastradas por el paso impetuoso de los vientos, sin
que llegase a saberse nunca lo que había sido de estos.
En ese marco desgarrador quedó encubierta
la tragedia.
III.- Atrapadas bajo el agua.
El Convento de Santa Clara, ubicado entre
las actuales calles Isabel La Católica, Padre Billini y Las Damas, albergaba la
congregación de las piadosas monjas Clarisas, quienes, entre otras actividades,
dirigían un internado de niñas de humilde extracción, las más de ellas,
huérfanas.
Contaba dicho recinto con amplias
instalaciones dotadas de capilla, aulas para la enseñanza básica, una vasta
hortaliza y un primoroso y bien cuidado jardín. En un hermético y protegido
sótano se encontraban los dormitorios, tanto de las religiosas como de las
desamparadas puestas a su cargo.
Tal parece que estaba escrito que el
destino habría de ensañarse contra aquella congregación y su humilde
feligresía. Tan pronto principiaron a caer los torrenciales aguaceros sobre la
indefensa ciudad, el agua se comenzó a esparcir, ocupando los espacios a
desnivel. Corriendo por pendientes inclinadas, el agua arremetía con fuerza,
arrastrando a su paso puertas, troncos, piedras e incluso a las personas
desaprensivas, que, desdeñando los consejos de la prudencia, se aventuraban a
salir a la calle, picadas por la curiosidad.
Sin que pudiese notarse a tiempo, el agua
comenzó a colarse hasta lo profundo del refugio, inundando en breve tiempo los
salones anteriores al espacioso dormitorio donde se encontraban las indefensas
religiosas. En esos momentos, su atención estaba puesta en emotivas plegarias
al Altísimo, en procura de piedad para la Republica.
Una espeluznante oscuridad, disminuida
apenas por la temblequeante lucecita de alguna jumiadora, ocupaba el extenso
salón.
El frio contacto con el agua constituyóse
en la señal de alarma, ante el inminente peligro. En acelerado tropel, se
dirigieron hacia la escalinata que conducía a la salida, rebasando los
obstáculos que ya se interponían, arrastrados por la corriente.
Sin embargo, triste y cruel habría de ser
la sorpresa recibida, cuando, al ascender al último escalón, descubrieron que
la portezuela se encontraba obstruida desde afuera, a causa de los escombros
arrastrados por el vendaval.
Resulta horroroso relatar la patética
escena en que aquel grupo de atribuladas monjitas, rodeadas de las
aterrorizadas huerfanitas, fueron quedando cubiertas por la inundación del
salón. En vano trataron de pedir auxilio, pues afuera la población se debatía
también entre la vida y la muerte, corriendo alocadamente en busca de un seguro
refugio. Las voces provenientes del soterrado salón, de por si disminuidas por
lo inaccesible del lugar, quedaron atenuadas por el revuelo en la ciudad, con
lo cual quedaron irremisiblemente abandonadas a su suerte y en la más espantosa
soledad.
Cuando de las enronquecidas gargantas
apenas brotaban quejumbrosos lamentos y el agua ocupaba la casi totalidad del
espacio vital, empezaron a caer desfallecidas las más pequeñas de las niñas,
ante la angustiada e impotente mirada de las religiosas. Poco a poco fueron
quedando cubiertas por el agua y, finalmente, no quedó mas que un absoluto
silencio, ocupando las inundadas instalaciones del añoso Convento de Santa
Clara.
El sarcástico destino había cobrado vidas
inocentes, ensañándose con inusual desenfreno en aquella negra tarde de
septiembre.
Y después, el lúgubre manto de la noche,
con su carga de lamentos, envolvió la desolada ciudad.
Solo gracias a la sobrehumana capacidad de
superación del pueblo y la toma de heroicas medidas por parte de las
autoridades, se pudo superar el sentimiento derrotista producido por la trágica
catástrofe. Luego de extensas y agotadoras jornadas de trabajo tesonero, en las
que se integró todo el pueblo sin distingo de clase ni posición económica,
empezó a vislumbrarse la reanudación de las labores normales en la ciudad.
Cuando las calles, plazas y barriadas
volvieron a resurgir de entre las ruinas y las montañas de escombros, empezaron
a registrase las estadísticas fatales sobre los daños en vidas y propiedades.
Cada cual sacó sus cuentas sobre amigos y
familiares perdidos y, de manera más imprecisa, los desaparecidos.
Entonces, con la fuerza incontenible de un
volcán que desgarra las entrañas de la tierra, todos volvieron la vista hacia
el silente convento en donde, previo la tragedia, siempre campeaba el bullicio
proveniente de la juguetona chiquillería.
Solo dolor y lamentos quedaban para el
recuerdo!
Y luego, de colofón, en una inexplicable y
dramática medida, el autoritarismo oficial dispuso cubrir con gruesas losas de
concreto todo el sótano del convento, convertido así en una inusual y patética
fosa común, en donde quedaron sellados los cadáveres de las víctimas, cual si
se quisiera borrar para siempre de la faz de la tierra el recuerdo de la
imprevista tragedia que nadie pudo evitar.
IV.- La leyenda.
En las noches calurosas de la ciudad
colonial, cuando se apagaban los últimos susurros de las viejas oraciones
quedando apenas el sonido de los grillos y el rechinar de los altos ventanales
arrastrados por algún vientecillo travieso, cualquier aguzado insomne podía
escuchar, en la distancia, un apagado lamento, proveniente de lo mas profundo
de las alcantarillas que corren bajo el añejo empedrado de las calles y plazas.
Luego de algunos instantes de precavida y
aguzada atención, se comenzaba a definir la naturaleza de los ruidos,
percibiéndose con más claridad su semejanza con lamentos, quejidos y gritos
desgarradores.
Un escalofriante temor, que ponía los
pelos de punta al más valiente, hacia que las noches perdieran su encanto y
placidez, pasando a ser entonces algo más que una pesadilla.
Bien pronto comenzaron a asociarse los
sonidos nocturnos con el deambular de las ánimas en pena de las víctimas de la
catástrofe, quienes, al decir de los vecinos, vagaban intranquilas ante la
falta de cristiana sepultura para su descanso eterno.
Esta creencia, extendida con el tiempo de
boca en boca, se convirtió en leyenda. Y de nada valieron los intentos de los
adultos por convencer a los niños de que los ruidos eran provocados por manadas
de gatos errabundos.
Un patético detalle epilogaba la trama:
con puntualidad meridiana y cada 3 de septiembre se repetía el suceso, en una
macabra y horrenda ocurrencia que no se podía ocultar. Fue preciso recurrir a
la intercesión de la autoridad religiosa, para mitigar el lamento de las ánimas
en pena.
Sin embargo, los vientos de la noche,
provenientes de las tibias aguas de la ría del Ozama cuando vuelan sobre la
empedrada ciudad, arrastran, todavía, un tenue y vago rumor. Mi Madre persiste
en decir que son los gritos del alma en pena de la Madre Superiora, quien
mantiene la esperanza de que alguien llegue en su rescate, y que libre de la
espantosa muerte, aunque sea a las pobres huerfanitas!

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