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martes, 28 de octubre de 2025

Los Fantasmas del Convento

Por Sergio Reyes II

 

I.- Un coro de ánimas tristes.

 

El sonido proyectado en la distancia dejaba latente la vaga impresión de ser causado por un concierto de gatos maullando a la intemperie, en la nocturna soledad de la monótona población. Aguzando más el oído podía percibirse con nitidez algo así como un quejido, un lamento doloroso, proveniente quizás de la propia esencia monumental de la histórica ciudad. Algo que estaba impregnado en las sólidas y vetustas paredes de las casonas, iglesias y fortalezas, que aún se erguían imponentes, como recuerdo imperecedero de la villa de los Colones y del Comendador Ovando, que viajaba en el espacio, acompañando las metálicas notas orquestadas en los altos campanarios erigidos por la devoción cristiana.

 

No obstante, algún incrédulo y acucioso chiquillo, más dado a divulgar historias y leyendas que a respetar fielmente los mandamientos y las oraciones, hubo de dedicar algunas de las horas perdidas de sueño, para profundizar un poco más en la naturaleza real de los enigmáticos y sospechosos sonidos, habida cuenta de que no daba crédito a las vagas e imprecisas justificaciones que sobre los mismos recibía de sus mayores.

 

Definitivamente, mas que maullidos, aquellos parecían ser quejido: no de gatos sino de humanos.

 

Plañideras de niños, asustados y horrorizados!

 

Cada noche repetíase tan macabro concierto y poco a poco fueron atándose los cabos hasta que la verdad total fue conocida y se hizo pública.

 

Esa dramática y horrenda verdad, padecida en carne propia por aquellos que vivieron en la amurallada ciudad en la década de los treinta y años posteriores, es la que presentamos a continuación.

 

 

 

II.- La tragedia.

 

 

 

Corría el año 1930. Menos de 20 días habían transcurrido desde la toma de posesión de un gobierno que habría de dirigir los destinos de la Republica durante más de tres décadas en la mas oprobiosa y sangrienta tiranía que recuerde la historia dominicana.

 

La ciudad capital había amanecido nublada aquel 3 de septiembre. La temporada ciclónica estaba en marcha y todo hacia suponer que se acercaba algún fenómeno meteorológico de esos a que ya estaba habituada la población. A medida que la hora avanzaba, la ciudad recibió con escepticismo la confirmada noticia de que se acercaba un meteoro de incalculable capacidad destructora. Los mas cautos se pusieron a buen recaudo, pero la mayoría se dedicó a rastrear con la vista desde el malecón el desenfreno de las olas en el embravecido Mar Caribe, haciendo caso omiso al aullar de las sirenas que prevenían contra la desgracia.

 

Pasado el mediodía, la furia incontenible de los vientos se descargó sobre la aneja ciudad, provocando en apenas segundos la destrucción casi total de las populosas barriadas constituidas en su mayoría por humildes casuchas construidas de madera y zinc. Los viejos edificios coloniales resistieron con hidalguía el embate de los vientos, pero no podría decirse lo mismo del desastroso efecto causado por los torrenciales aguaceros que sobrevinieron al ciclón.

 

Un espectáculo dantesco se ofrecía a la vista de aquel que tuviese valor para internarse en lo profundo de la hecatombe, entre escombros, lamentos, muerte y desolación.

 

A tal extremo llegó el apocalipsis que familias completas fueron arrastradas por el paso impetuoso de los vientos, sin que llegase a saberse nunca lo que había sido de estos.

 

En ese marco desgarrador quedó encubierta la tragedia.

 

III.- Atrapadas bajo el agua.

 

El Convento de Santa Clara, ubicado entre las actuales calles Isabel La Católica, Padre Billini y Las Damas, albergaba la congregación de las piadosas monjas Clarisas, quienes, entre otras actividades, dirigían un internado de niñas de humilde extracción, las más de ellas, huérfanas.

 

Contaba dicho recinto con amplias instalaciones dotadas de capilla, aulas para la enseñanza básica, una vasta hortaliza y un primoroso y bien cuidado jardín. En un hermético y protegido sótano se encontraban los dormitorios, tanto de las religiosas como de las desamparadas puestas a su cargo.

 

Tal parece que estaba escrito que el destino habría de ensañarse contra aquella congregación y su humilde feligresía. Tan pronto principiaron a caer los torrenciales aguaceros sobre la indefensa ciudad, el agua se comenzó a esparcir, ocupando los espacios a desnivel. Corriendo por pendientes inclinadas, el agua arremetía con fuerza, arrastrando a su paso puertas, troncos, piedras e incluso a las personas desaprensivas, que, desdeñando los consejos de la prudencia, se aventuraban a salir a la calle, picadas por la curiosidad.

 

Sin que pudiese notarse a tiempo, el agua comenzó a colarse hasta lo profundo del refugio, inundando en breve tiempo los salones anteriores al espacioso dormitorio donde se encontraban las indefensas religiosas. En esos momentos, su atención estaba puesta en emotivas plegarias al Altísimo, en procura de piedad para la Republica.

 

Una espeluznante oscuridad, disminuida apenas por la temblequeante lucecita de alguna jumiadora, ocupaba el extenso salón.

 

El frio contacto con el agua constituyóse en la señal de alarma, ante el inminente peligro. En acelerado tropel, se dirigieron hacia la escalinata que conducía a la salida, rebasando los obstáculos que ya se interponían, arrastrados por la corriente.

 

Sin embargo, triste y cruel habría de ser la sorpresa recibida, cuando, al ascender al último escalón, descubrieron que la portezuela se encontraba obstruida desde afuera, a causa de los escombros arrastrados por el vendaval.

 

Resulta horroroso relatar la patética escena en que aquel grupo de atribuladas monjitas, rodeadas de las aterrorizadas huerfanitas, fueron quedando cubiertas por la inundación del salón. En vano trataron de pedir auxilio, pues afuera la población se debatía también entre la vida y la muerte, corriendo alocadamente en busca de un seguro refugio. Las voces provenientes del soterrado salón, de por si disminuidas por lo inaccesible del lugar, quedaron atenuadas por el revuelo en la ciudad, con lo cual quedaron irremisiblemente abandonadas a su suerte y en la más espantosa soledad.

 

Cuando de las enronquecidas gargantas apenas brotaban quejumbrosos lamentos y el agua ocupaba la casi totalidad del espacio vital, empezaron a caer desfallecidas las más pequeñas de las niñas, ante la angustiada e impotente mirada de las religiosas. Poco a poco fueron quedando cubiertas por el agua y, finalmente, no quedó mas que un absoluto silencio, ocupando las inundadas instalaciones del añoso Convento de Santa Clara.

 

El sarcástico destino había cobrado vidas inocentes, ensañándose con inusual desenfreno en aquella negra tarde de septiembre.

 

Y después, el lúgubre manto de la noche, con su carga de lamentos, envolvió la desolada ciudad.

 

Solo gracias a la sobrehumana capacidad de superación del pueblo y la toma de heroicas medidas por parte de las autoridades, se pudo superar el sentimiento derrotista producido por la trágica catástrofe. Luego de extensas y agotadoras jornadas de trabajo tesonero, en las que se integró todo el pueblo sin distingo de clase ni posición económica, empezó a vislumbrarse la reanudación de las labores normales en la ciudad.

 

Cuando las calles, plazas y barriadas volvieron a resurgir de entre las ruinas y las montañas de escombros, empezaron a registrase las estadísticas fatales sobre los daños en vidas y propiedades.

 

Cada cual sacó sus cuentas sobre amigos y familiares perdidos y, de manera más imprecisa, los desaparecidos.

 

Entonces, con la fuerza incontenible de un volcán que desgarra las entrañas de la tierra, todos volvieron la vista hacia el silente convento en donde, previo la tragedia, siempre campeaba el bullicio proveniente de la juguetona chiquillería.

 

Solo dolor y lamentos quedaban para el recuerdo!

 

Y luego, de colofón, en una inexplicable y dramática medida, el autoritarismo oficial dispuso cubrir con gruesas losas de concreto todo el sótano del convento, convertido así en una inusual y patética fosa común, en donde quedaron sellados los cadáveres de las víctimas, cual si se quisiera borrar para siempre de la faz de la tierra el recuerdo de la imprevista tragedia que nadie pudo evitar.

 

IV.- La leyenda.

 

En las noches calurosas de la ciudad colonial, cuando se apagaban los últimos susurros de las viejas oraciones quedando apenas el sonido de los grillos y el rechinar de los altos ventanales arrastrados por algún vientecillo travieso, cualquier aguzado insomne podía escuchar, en la distancia, un apagado lamento, proveniente de lo mas profundo de las alcantarillas que corren bajo el añejo empedrado de las calles y plazas.

 

Luego de algunos instantes de precavida y aguzada atención, se comenzaba a definir la naturaleza de los ruidos, percibiéndose con más claridad su semejanza con lamentos, quejidos y gritos desgarradores.

 

Un escalofriante temor, que ponía los pelos de punta al más valiente, hacia que las noches perdieran su encanto y placidez, pasando a ser entonces algo más que una pesadilla.

 

Bien pronto comenzaron a asociarse los sonidos nocturnos con el deambular de las ánimas en pena de las víctimas de la catástrofe, quienes, al decir de los vecinos, vagaban intranquilas ante la falta de cristiana sepultura para su descanso eterno.

 

Esta creencia, extendida con el tiempo de boca en boca, se convirtió en leyenda. Y de nada valieron los intentos de los adultos por convencer a los niños de que los ruidos eran provocados por manadas de gatos errabundos.

 

Un patético detalle epilogaba la trama: con puntualidad meridiana y cada 3 de septiembre se repetía el suceso, en una macabra y horrenda ocurrencia que no se podía ocultar. Fue preciso recurrir a la intercesión de la autoridad religiosa, para mitigar el lamento de las ánimas en pena.

 

Sin embargo, los vientos de la noche, provenientes de las tibias aguas de la ría del Ozama cuando vuelan sobre la empedrada ciudad, arrastran, todavía, un tenue y vago rumor. Mi Madre persiste en decir que son los gritos del alma en pena de la Madre Superiora, quien mantiene la esperanza de que alguien llegue en su rescate, y que libre de la espantosa muerte, aunque sea a las pobres huerfanitas!

 

 

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