Por Patricia Arache
@patriciarache
Siempre me ha parecido poco lógico
analizar la condición socio económica de la gente, por el precio que tenga en
el mercado uno u otro producto de consumo, sea o no de la canasta diaria; de
uso o un servicio, para establecer la calidad de vida de la gente.
Ese no es un indicador sincero, honesto,
institucional, ni certero. Nunca lo ha sido.
Es un excelente indicador, eso sí, que
permite validar la obsoleta práctica político-electoral que todavía se lleva a
cabo en algunos países, motorizados por fuerzas o grupos que, en determinados
momentos, no hacen más que afilar cuchillo para su garganta.
¿Quién te subió la carne, quién te subió
el arroz, quién te subió los huevos, quién te subió la carne, quien te subió el
aceite, quién te subió el pan, quién, quién, quién…? Eso es ridículo, dígalo quien lo diga, más en
este tiempo de avances tecnológicos y de la comunicación.
Estas preguntas logran personalizar el
ejercicio político y en ese marco del enfoque administrativo hacia alguien, se
oculta la cruel verdad de que las variables de precios que se esgrimen siempre,
atribuidas a mala administración gubernamental, son parte del juego y rejuego
con el que partidos políticos pretenden “embobar” a incautos para ganarse el
favor electoral.
Los dominicanos tenemos muchas anécdotas
de procesos electorales, con campañas basadas en los precios. Recuerdo la risa
que provocaba la publicidad de un entonces candidato presidencial, en la que
recorría un supermercado y en el estante de los pollos, tomaba uno y
apretándole fuerte el cocote, pronunciaba el nombre del gobernante de turno y
le gritaba: “¡no seas indolente!”. Jejejejejeje…
En definitiva, los precios de los
artículos de consumo se han convertido en capciosas expresiones de la política
vernácula, unas veces, graciosas; otras, necias.
Mi madre y mi abuela dirían: “Todos son
harina de un mismo costal”, si les hubiera tocado referirse a quienes pretenden
sustentar sus campañas políticas electorales y ganar votos en base a ese tema.
Es bueno saber que la calidad de vida de
la gente o sea el Índice de Desarrollo Humano (IDH) no se mide por el precio
del pan, del pollo, del plátano, del huevo o del arroz. Son valores diferentes,
que van más allá del plato de comida.
El nivel o la calidad de vida de una
población tiene que ver con la salud, con su esperanza de vida, con las tasas
de alfabetización, con el flujo de asistencia a las escuelas, con el Producto
Interno Bruto (PIB) y, en definitiva, con instrumentos que van más allá del
simple “barriga llena, corazón contento”.
Se resumen estas condiciones en salud,
educación e ingreso. De estos tres indicadores, se desprenden todos los demás
elementos necesarios para una vida digna, decente, con decoro y en armonía con
el universo y la naturaleza.
Considero que los políticos, sobre todo,
a los que la población les reconoce una mayor profundidad de conocimiento, de
visión, de cultura, de capacidad para dirigir y decidir, deben actuar con más
sinceridad, con franqueza y comenzar a educar a la gente sobre lo que, en
verdad, es importante para el desarrollo del país. ¡Basta de engaños!
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