Por Miguel Ángel Cid Cid
Usted que está
leyendo esto dirá —con razón— que son escasos los países que escapan a las
ventas informales en plena calle. En el mejor de los casos se ubican en las
plazas públicas. Cierto.
Pero igual de
cierto es que, pocos países —o en ninguno— los comerciantes ambulantes se
autonombran padres de familia. Padres de familia evasores de impuestos y
arbitrios municipales.
La gama de
productos vendidos es infinita. No obstante, entre los más tradicionales están:
café, té, chocolate, pastelitos, empanadas, pan sobao y de agua.
Pero el san
era una institución familiar.
Café, té y
chocolate
Los viajantes,
representantes de ventas de diferentes empresas, salen de sus casas por la
madrugada hacia un pueblo diferente cada día. Al divisar el puesto de venta de
café, té y chocolate encuentran la salvación.
La inversión iniciar
de estos negocios es limitada, reducida a comprar insumos tan básicos que se
consiguen en una pulpería. El equipamiento consiste en una mesita, una silla,
un colador, un anafe a gas, preferiblemente y un delantal.
Luego viene la
compra diaria o semanal, si el presupuesto alcanza. Se compra café, hojas secas
y especias, chocolate en tabletas, azúcar y vasos desechables.
En el Cruce de
Guayacanes —entradas a Mao, la Isabela o hacia Laguna Salada— una señora tiene
su puesto desde hace más de 40 años. Ella, además de café, té de jengibre y
chocolate de agua, ofrece pan sobao.
En Fantino,
provincia Sánchez Ramírez, corría la segunda mitad del año 2010, dos amigos me
acompañaban a Cotuí. Paramos en el parque del municipio a comprar café. Una
mujer tenía un puesto en la parte frontal.
Los tres
compramos café, chocolate y pan de agua. Resultó curioso que la señora tenía
una alcancía de bambú con un letrero en cartulina. El anuncio decía: “Colabore
con la graduación mía y la de mi hija”.
Las dos, madre
e hija estudiaron para profesoras, por tanto, obtuvieron títulos de licenciadas
en educación. Y la universidad se pagó con la venta de café.
En Neyba, provincia
Bahoruco, en una esquina del parque hay una doña vendiendo café. Oferta,
además, galletas de soda, saladas y pan. Igual le venden cigarrillos y mentas a
los que fuman. Pero si usted necesita recargar su teléfono ella tiene una
concepción secreta.
Pastelitos, empanadas y pan
No solo de café, té y chocolate vive la gente, sino
de alguna harinita aceitosa y caliente o mejor, un pan recién sacado del horno.
El gusto dirá.
Preparar empanadas de harina rellenas de huevo,
queso, jamón u otros ingredientes es común en el Distrito Nacional. En las
zonas de oficinas o tiendas abunda este tipo de negocio.
En Santiago de los Caballeros la tradición de
empanadas se basa en una pasta de yuca guayada rellenas de queso, jamón, huele
carne de res molida y de pollo.
En Cotuí, vender pan es tradicional. Los panaderos despliegan
las carretas entre la iglesia católica y el parque. Muy de mañana, de 6:00 o
6:30; los clientes llegan en busca de pan caliente y chocolate en agua o en
leche.
El san para ahorrar
Es probable que las familias formadas en lo que va del
siglo XXI desconozcan el san como sistema de ahorro. Pero antes imposible que
una familia no llevara un san periódicamente.
El san como método de ahorro básico se implementa
con consistencia en las comunidades pobres. Se una práctica consuetudinaria
tanto en zonas rurales como urbanas. Sin descartar las familias de clase media.
Sin importar la invasión de ofertas infinitas de modalidades
de ahorro por la televisión, la radio y las redes sociales. El san sobrevive.
El san es una especie de caja de ahorro informal. En
la mayoría de casos el método lo implementaban las mujeres de credibilidad
probada en la comunidad. Administrar dinero de otros no es cuestión de carita
bonita.
Los intereses cobrados la dueña del san los
camuflaba de tal manera que la carga fuera beneficiosa para todos. El propósito
era ofrecer un lugar seguro donde ahorrar. Eso tiene precio.
Para abrir un san implicaba reunir un grupo de
ahorrantes dispuestos a pagar cuotas semanal o mensual. Luego se organizaron
sanes de cotización diaria. Cierto es que, el grupo de participantes debía
estar completo antes de empezar a cotizar.
El ahorrante, por ejemplo, paga once cuotas y recibe
el equivalente a diez. Cada uno tiene asignado un número del uno al diez. En un
san de mil pesos semanal los miembros pagarán cien pesos durante once semanas.
No importa que pague cien pesos, uno de ellos —según el número que le toque—
recibirá mil pesos.
Cada semana un miembro diferente al anterior cobrará
mil pesos hasta completar la lista. La propietaria, por lo regular, cobra la
primera cuota, aunque hay casos que opta por la última cotización. Si uno de
los ahorrantes dejara de pagar se atrasa el san.
Se desprende, por derivación que, los ahorrantes
deben ser tan responsables como la dueña del san. Los miembros restantes esperan
recibir su ahorro cuando les corresponda.
“Solarsan”, programa inmobiliario promovido para
facilitar la compra de solares, es una muestra del arraigo del método del san en
la economía del pobre.
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