Por JUAN T H
En los tiempos
en que yo era muchacho –en verdad no hace tanto- las funerarias eran escasas;
la vente por lo general velaba y lloraba a sus muertos en el hogar donde habían
vivido. Vecinos y amigos acudían compungidos, vestidos sencillamente de
“luto”, sin espejuelos negros que
ocultaran las lágrimas y el dolor, para darle el “pésame” a los dolientes. (Te
“acompaño en su sentimiento”, “resignación”, etc.).
Del muerto “solo
lo mejor” se dice en los “velorios”.
La esposa o el
esposo, hijos y demás familiares sentían la solidaridad. El café no faltaba. En
los barrios, ya tarde en la noche, los más jóvenes hacían chistes y cuentos de
diversos colores en lo que llegaba el “jengibre”, poco antes del amanecer.
Al cementerio
iba mucha gente en autobuses alquilados, vehículos diversos, triciclo, bicicleta,
incluso caminado detrás del carro fúnebre.
En las
funerarias, que generalmente usan las clases, media y alta, los velatorios son
distintos. La gente va a “cumplir”, no a “sentir” el dolor de los parientes del
difunto o la difunta; aunque la ropa sea negra al igual que las gafas, es como
una pasarela propia de un desfile de modas. (La vanidad vestida de negro y
blanco).
La gente
“cumple”; se acerca al féretro, mira al cadáver, observa como lo vistieron y
maquillaron, mira las coronas a su alrededor, finge, sale rápidamente de la
capilla y se detiene en el lobee a conversar amenamente sobre temas diversos
que nada tienen que ver con el cadáver. Se habla de negocios, farándula y
política. Se renuevan afectos y desafectos. Acaban con éste y con aquél, con
aquella o con la hermana. Es como una recepción, donde solo falta el coctel, el
vino, los quesos, el jamón, prosciutto y los mozos.
Los visitantes
firman el libro de condolencia para que los parientes sepan que estuvieron
allí. Se marchan. Y ahí termina todo. “cumplieron” con la familia y con la
sociedad. (La prensa está presente en los entierros de los poderosos, no en los
de los pobres diablos)
Hay funerarias de
clase media baja y de clase alta. No hay café, ni te de jengibre. Todo se
vende. Hasta el parqueo hay que pagarlo. Los “pica-pica” (mendigos pidiéndole a
los políticos ricos y a los ricos
políticos) no faltan. Piden y “plagosean” como si
estuvieran en el local de un partido.
Antes de las
doce de la noche el muerto o la muerta se queda sin compañía. Cierran la
funeraria y todo el mundo para su casa hasta el entierro el día siguiente.
Lo más triste y
lamentable es el cementerio. Más del 90% de los que acuden a la funeraria no va
al cementerio. Solo familiares cercanos y amigos entrañables de toda la vida,
se les ve en una pequeña carpa colocada para la ocasión.
Hay cementerios para
ricos y para pobres; unos públicos, arrabalizados, sucios, abandonados, y otros
privados, lleno de gramas, con frondosos árboles, protegidos por cámaras y
guardianes.
Las clases
sociales se expresan en la enfermedad, en la muerte y en el sepelio.
No es lo mismo
acudir a un hospital público que a uno privado aunque la muerte sea la misma.
No es lo mismo ser velado en una casa o en un patio de un barrio marginado, que
en una funeraria de lujo donde todos llegan en vehículos de lujo, vestidos con
trajes de cientos y hasta miles de dólares.
El “muerto con
tierra tiene”, decía mi padre, que en paz descanse y donde quiera que esté me
espere muchos años. En los atules, de pino, caja de bacalao, cedro, caoba o cualquier otra madera, todos
se van con lo puesto. Cuando el corazón deja de latir, cuando el último aliento
se escapa de los pulmones, las clases sociales desaparecen porque la muerte no
distingue, solo los vivos, que no importa cuán rico y poderosos sean, o cuan
pobres y miserables, irán al mismo lugar, al infinito, a lo desconocido. El
mundo se acaba solo para el que se muere. (Después de la muerte no hay nada
más; nadie va a ningún lugar. “Del polvo eres y al polvo volverás”)
Cuando muera,
que no sé cuándo será, que no me exhiban como un objeto de cambio, que no acuda
nadie con su falsedad oculta en gafas de sol, que no haya lágrimas de
cocodrilos cayendo sobre mi rostro, que no haya libros que firmar en un
pedestal de mentiras, ni falsos amigos abrazando a mis hijos sin querer, ni
amores fugaces que no fueron verdaderos.
Total, nunca me
gustó la multitud.
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