Por Miguel Ángel
Cid Cid
Altagracia
García, una mulata de pelo lacio y nariz perfilada, acababa de planchar la
última pieza de ropa en su apartamento de Nueva York cuando oyó el timbre de la
puerta. Puso la plancha sobre la tabla y la desenchufó; se alisó el pelo con
las manos y se reajustó la blusa mientras caminaba en dirección a la puerta y
la abrió. Ahí estaba, sonriente, Ramón Taveras.
– ¡Compadre! –
gritó. ¿Cuándo llegó? – y de inmediato llamó a su hija Altagracita:
–Ven a ver quien está aquí–. Prepara café y ve
por huevos para salcocharlos que mi compadre Ramón debe estar hambriento.
Para
entonces, 1987, Ramón Taveras rondaba los 31 años y le apodaban El Bacano. El
apodo El Bacano le vino por ser un pollo, como decían las mujeres del barrio.
Un hombre bien parecido, elegante y mejor bailador. De actitud juguetona y con la gracia de hacer chistes picantes,
Ramón caminaba con el dejo rítmico de John Travolta en Fiebre del Sábado por la Noche. Era una persona que había soñado el
sueño americano, como tantos otros de su generación, esa que creía que los
dólares se recogían en las calles de New York.
Pues
El Bacano cogió sus pocos ahorros y compró la dosis para hacer del sueño una
eterna realidad.
Salió de
República Dominicana en un vuelo clandestino, junto a un grupo de once
compañeros dominicanos y cuyo destino fue Guatemala. Luego de un breve descanso
lo llevaron vía terrestre a la frontera de México. Allí pasaron sin novedad
sobre el puente Suchiate, que divide la frontera entre esos dos países.
Pernoctaron dos
noches en un pequeño pueblo cuyas calles estaban llenas de pequeños y rústicos
negocios y cuyas mercancías llegaban hasta la acera, entorpeciendo el paso de
los transeúntes. Cuauhtémoc es lo más parecido a Mal Paso, Jimaní. Pin pun.
Ya acumulaban 6
días de viaje y Nueva York estaba muy lejos aún. Pero la ansiedad comenzó a
morderle los nervios cuando inició la
travesía en la frontera México-USA, un viaje que duró 16 días completos.
El problema fue
la alimentación. La dieta consistía en seis huevos hervidos de desayuno, cuatro
de almuerzo y cuatro más en la cena. Un régimen alimenticio que ni un cubano
del Periodo Especial resistiría.
—¡Coño!— dijo.
Nos matarán a puros huevos.
Los vehículos en
que los transportaban eran diferentes cada día. El primer día los 12 migrantes
viajaron en un camión, el segundo en cuatro camiones, pero separados de tres en
tres para juntarse luego en un punto común. Luego viajaron en autobuses, en
trenes, e inclusive en Jeep Grand Cherokee.
Pero lo que
nunca cambió fue la dieta: 14 huevos por persona hervidos a diario durante 16
días. Día tras día venía un señor de muy poco hablar y de nariz y orejas
largas, que le daban un aspecto típicamente Maya. Les entregaba sus cuotas de
seis huevos de desayuno, cuatro de almuerzo y cuatro de cena y se marchaba en
silencio.
*
Esa
fue la razón por la que Ramón Taveras, El Bacano, al oír que Altagracita iba a
por los huevos, plegó la cara y retorció los labios, al tiempo que abría los
brazos para exclamar:
–ay comadre, por
los huevos, no.
Una gran
sorpresa para Altagracia García, quien sabía que su compadre era un fanático
empedernido de los huevos cocidos en cualquier forma, pero hervidos, más.
A partir de ese
día Ramón Taveras, El Bacano, acumuló dos rencores fatales. Uno es el odio
concentrado al huevo, sin importar el ave que lo ponga. El otro es al sueño
americano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario